DE REGRESO A CASA (39)

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¡Alabado sea Jesucristo!

 

Ciudad de México, Marzo 31 del 2016.

 

Veritelius de Garlla, Apóstol Gentil.

(39)

 

Canea, Creta

Iulius XXX

 Año XX del Reinado de Tiberio Julio César

 

NAVEGANDO A CASA

La última etapa de nuestro I Viaje a Hierosolyma está por iniciar; todos estamos ansiosos de regresar ya.  Hace veinticinco días que no hemos visto a nuestras familias y realmente queremos estar con ellas.  Esto es verdaderamente como las campañas militares; no hemos disparado una sola flecha, no hemos blandido ni una espada ni una lanza, pero hemos enfrentado y triunfado en tres batallas peligrosísimas para la estabilidad del Imperio: La Audiencia de Declaraciones que inició en Apollonia y terminó en Hierosolyma; el Juicio de Poncio Pilatus en Cesarea de Palestina y Los Contactos Apostólicos en la Ciudad de David; todas ganadas para bien del Imperio Romano y para la posteridad.  

Silenio sigue tratándonos como esclavos; me ha dicho que espera tormentas en nuestro trayecto a Reghium, por lo que nos ha hecho abordar antes de la última vigilia, ni siquiera han aparecido las estrellas de la mañana.  Cuando me planteó esta necesidad, le he dicho que aceptaría siempre y cuando en la comida y la cena nos sirvieran carne y vino rojo; que de forma contraria se olvidara del asunto.  El pobre Centurio del Mar enrojeció con la pena de mi comentario; aceptó, y como hoy comeremos bien, bien vale la pena del desvelo.  Los que no están muy a gusto con la decisión, son los Centuriones; quizás porque apenas han dormido unas horas por el gusto de la cena de ayer.

–        ¡Todos a bordo!, se oye la voz del Præfecto Abdera. ¡Leven anclas!,  vuelve a gritar el hombre.  ¡Suelten amarras!, ordena impetuoso, y los nautas de cubierta se mueven por todos lados a estribor.  Yo estoy parado justo al pié del gran madero que sobresale de la quilla en la proa y alcanzo a ver a Lucanus y Silvano en el muelle, pues han ido a despedirnos.

–        ¡Indíquenme por escrito sus estadías para que estemos en comunicación! Les digo a los dos hombres; ¡Platiquen todo el día de hoy entre ustedes del Christus Mandatus!; y después de eso, ¡A trabajar los dos!, riéndonos todos al momento en que nos despedimos.

–        ¡Ave César, Tribunus Legatus!, me dicen ambos, más por bien educados que por el gusto de hacerlo.

–        ¡Ave César! ¡Ave César! ¡Ave César! les respondemos a ellos, todos nosotros desde la liburna.

 

Los golpes de ritmo de remeros comienzan su estruendo y de inmediato se siente el jalón del impulso de los fortísimos hombres; el cielo empieza a perder su negrura y a tomar ese azul del amanecer que tantas veces en mi vida he visto; nautîcus indîcus que a nosotros nos señala solo dos cosas: o vamos al frente de batalla; o vamos de regreso a casa.  Esta vez es la segunda acepción; ¡Alabado sea Dios!, como dicen los Apóstoles de Iesus Nazarenus.  A casa vamos.  

 

El tiempo ha sido muy corto para tantos eventos, voy a aprovechar estos dos días para hablar con cada uno de mis hombres, para saber su sentir respecto de nuestra Misión.  Hasta ahora a algunos los siento muy integrados y familiarizados con lo que estamos haciendo; sin embargo a otros, y en razón de su propia forma de ser, los siento ajenos a nuestros objetivos.  Es de entenderse, aunque buena parte de ellos están ya retirados de la Militia Romana, les gusta más la acción física que esta nueva forma de emociones: los escritos.  Con los primeros que hablaré serán Ícaro y Galo, nuestros recién incorporados emissarii.  Mucho habrán de contarme de su viaje y estancias en Achaia:

–        ¡Ave César, Tribunus Legatus Veritelius de Garlla!

–        ¡Ave César Centuriones Ícaro y Galo! Antes que cualquier otra cosa, quiero manifestarles mi satisfacción por la labor que realizaron como ‘emissarii in vestigatoris’ del Fariseo Misael de Cafarnaúm; sus informes fueron muy oportunos para los datos que también nosotros obteníamos analizando libros y papiros. ¡Buen trabajo, soldados!

–        ¡Gracias, Señor!; responden al unísono.

–        Lo siguiente es saber sin temor a otras circunstancias, cómo se sienten en este ‘proiecto’ del “Christus Mandatus” nos ha asignado el Emperador. Les anticipo que sus respuestas serán tomadas solo para su conveniencia, por cuestión de su edad y rango, esto es, yo haré con ellas lo mejor que sea para Ustedes, lo merecen.

–        Gracias Tribunus Legatus, me dicen.  El primero que habla es Galo.

–        Yo estoy fascinado, Tribunus Legatus; nada mejor me ha sucedido en mi vida que conocerle a Usted y que nuestro amado Emperador le haya dado la encomienda te tan hermoso proyecto.  Yo seguiré aquí en tanto le sea útil a Usted o hasta que Usted ordene mi reasignación.  Aprender acerca de todas estas cosas, a mí me apasiona, Señor.

–        Bien Galo; seguirás con nosotros y seguirás siendo mi Segundo Asistente.  ¿Ícaro, qué será de ti?, le pregunto al más ‘viejo’.

–        Yo soy, he sido y seré incondicional suyo, Tribunus Legatus Veritelius de Garlla; ni me imagino en otras fuerzas armadas del Imperio, ni me imagino lejos de Usted.  Yo haré, como siempre, lo que Usted me ordene, Señor, no puedo imaginar otra vida.

–        Gracias por tus palabras Ícaro, me animan a seguir contando contigo; le respondo al soldado con el que llevo más de treinta años junto.

 

Han traído con ellos todas las notas que tomaron y elaboraron en su estancia en Achaia y me narran cada día de su asignación como emissarii; estos dos podrían hablar todo el tiempo que uno les prodigue.  Levamos tres horas y no tiene para cuando terminar.  En adelante, será muy útil tenerles cerca

 

Ponto del Mare Nostrum 

Iulius XXXI

 Año XX del Reinado de Tiberio Julio César

 

LA PROFUNDIDAD INMENSA, ANGUSTIA TOTAL. 

Lo he dicho en varias ocasiones, pero voy a repetirlo: el Præfecto Silenio Abdera realmente domina su oficio; desde que salimos de Canea estuvo tras nosotros un viento tempestuoso que nos hizo navegar a gran velocidad.  No se utilizaron los remos más que para salir al Mar de Creta, esto es, unas dos horas solamente; a partir de allí, fue navegación con velas.  Todo el día fue así; pero la tormenta nos ha alcanzado en plena noche y no es cualquier cosa, es verdaderamente la mayor cantidad de agua en forma de lluvia que yo haya visto, sentido y sufrido.  Todos estamos trabajando con fuerza e intensidad; hay agua por todas partes en La Liburna Christina que se mueve cual si fuese una cáscara de castaña en un inmenso balde lleno de agua, transportado en una carreta tirada por burros.

 

La negrura de la noche, más la intensidad de la lluvia, más las olas de la marea que llegan a cubrir la eslora completa de la liburna, hace que la visibilidad sea absolutamente nula; no se ve nada a un metro de distancia.  El único lugar sin agua es mi camarote, en donde tenemos protegidos con todo lo que podemos los valiosísimos libros y las vitales e importantísimas hojas de papiro que son el registro único e insubstituible de nuestro trabajo en los últimos treinta días.  La puerta y las ventanas del cubículo las hemos tapiado con mantas para que el agua no penetre; adentro están dos scriptôris atendiendo que nada les suceda. 

 

Sobre la cubierta hemos formado una cadena humana portando baldes y cubetas para ‘achicar’ constantemente el agua que entra (que es muchísima), a la contra cubierta en donde se encuentran los remerii.  No nos podemos ver debido a la lluvia y la obscuridad, estamos hombro con hombro y amarrados todos por la cintura; hemos sincronizado nuestros movimientos de tal forma que solo nos sentimos al movernos; izquierda tomo el balde, derecha lo entrego; giro la cintura y vuelvo: izquierda tomo el balde, derecha lo entrego.  Llevamos más de tres horas haciendo lo mismo y ni el viento, ni la lluvia, ni la marejada han disminuido un ápice en su furia e intensidad.  Silenio veía venir la tormenta y se anticipó muy bien; pero ésta resultó ser mucho más fuerte y duradera de lo que se esperaba.  No hay un solo madero, remo o mástil que no esté amarrado con nudos marinos que impiden el deslizamiento de las sogas; las velas están casi envueltas en lazadas que las mantienen inmóviles.

 

Los saltos que da La Liburna Christina de ola a ola son descomunales, a veces sube a una cresta, la cual puede desaparecer de inmediato y caemos de forma casi vertical hasta lo profundo de la ola; otras veces subimos por la comba interior para ser bañados por completo con la caída del agua de frente a proa.  Toda la navis truena y se estremece ante la furia marina; nada podemos hacer ante ella.

 

Por momentos siento que ‘a alguien’ no le gusta nuestro cargamento y nos lo quiere quitar; pero en otros instantes siento que el Mare Nostrum nos tragará a todos junto con nuestra insignificante nave.  Esto no se parece a nada de lo que yo haya vivido, ni en las guerras, ni en los desastres naturales que me han tocado a lo largo de mis cincuenta y cuatro años de existencia, ni en mis peores pesadillas me he sentido tan angustiado, tan insignificante, tan al borde de la muerte.  Las plegarias de desesperación ya empiezan a escucharse, los gritos de terror ante el embate de las olas ya se oyen con llantos de impotencia; los lamentos e imploraciones de perdón salen de lo más profundo de cada hombre.

 

Somos las mismas personas que hemos sido siempre; portamos las mismas armas que hemos traído con nosotros toda la vida; hacemos lo mismo que siempre hemos hecho.  Lo único diferente es nuestro cargamento, y ese pertenece a un Dios que nunca hemos implorado; a Él es a quien dirigiré mi plegaria:

–        ¡“Ya Havá Wé Hayá”!, ¡Dios del cielo y de la tierra, Señor de todo lo visible y lo invisible, apiádate de nosotros!; ¡no sabemos cómo orar a Ti, pero sí sabemos que debemos hacerlo, por eso te lo pedimos!, grito con toda la voz que puedo exhalar de mis pulmones.

–        ¡Dios Todopoderoso y Eterno, apiádate de nosotros!, me secunda Tadeus.

–        ¡Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, auxílianos!, implora también Nikko Fidias.

–        ¡“Ya Havá Wé Hayá” de los Ejércitos ayuda a estos soldados tuyos!, se oye a Diófanes en su oportunidad.

–        ¡Iesus Christus Nazarenus, Hijo de Dios Padre, ven en nuestro auxilio!, se oye decir a Galo.

–        ¡Sanctus Spirîtus que te diste a los Apóstoles, ven en nuestra ayuda!, hasta Tremus ha rezado su plegaria.

En tan solo el tiempo que nos hemos tardado en decir estas frases, la tempestad se ha reducido a cero; ya no hay ni lluvia, ni marejada, ni viento. Nada, absolutamente nada de lo que azotaba con tal intensidad aparece ahora. Esto en verdad es sorprendente; todo ha cesados de un momento a otro.  No hay más que una palabra para explicar esto:

–        ¡UN MIRACÛLUM!, gritan todos desaforados

–        ¡“Ya Havá Wé Hayá”!, ¡Bendito seas, Dios de dioses!, digo  con pleno agradecimiento.

–        ¡Iesus Christus Nazarenus! ¡Bendito seas Señor de los señores!, es Fidias.

–        ¡Esto es verdaderamente un Miracûlum! ¡Un Miracûlum para nosotros, de Iesus Christus! ¡Alabado sea Dios!; grita Tadeus tan emocionado que llora como un infante.

Todos estamos expectantes; nuestras miradas y nuestros semblantes son de incredulidad; lo estamos viviendo, pero no acabamos de creerlo.  Hace algunos minutos sentíamos que moriríamos todos y ahora todo es calma y paz; como si volviésemos a empezar la vida.  Silenio, que es un hombre absolutamente práctico (y aparentemente sin ninguna devoción especial), se acerca, también lleno de desatino y me dice en voz baja:

–        Tribunus Legatus, hemos entrado al centro del remolino; es la calma después de la tempestad, pero que avisa que volveremos a entrar a ella.

–        No, Silenio, le digo inmediatamente, esto es un miracûlum, no es otra cosa; tenga fe, eso es lo que necesita, fe en Dios, en el que quiera, pero fe.

 

La noche sigue negra como el fondo de una cueva con vueltas; ni siquiera podemos ver lo que hay delante de nosotros; seguimos atados a las cuerdas y con los baldes en las manos.  Llamo a Tadeus para que de la orden de revisión:

–        ¡Todo el mundo a sus puestos!; ordena mi segundo al mando; y hasta ese momento nos damos cuenta de nuestras posiciones en la liburna

Bajan los remerii, suben los nautas, se colocan en sus posiciones los Centurios.  Un momento dejo pasar para que todos recuperemos las fuerzas hasta para hablar, después del terrible esfuerzo realizado.

–        ¡Præfecto Abdera!

–        ¡Al Mandato, Señor!

–        ¡Tome cuenta de los daños!

–        ¡Sí, Señor!  Timonel, reporte daños.

–        ¡Timón en posición y funcionando Señor!

–        Mástil mayor a proa, reportes daños.

–        ¡Mástil completo y firme, Señor!

–        Mástil Mayor a popa, reporte daños.

–        ¡Mástil completo y firme, Señor!

–        Mástil Mayor al centro, reporte daños.

–        ¡Mástil completo y firme, Señor!

–        Vela de proa, reporte daños.

–        Vela izada y cubierta, Señor.

Así repasa cada uno de los puestos y lugares de “La Liburna Christina”; nadie reporta daños en absoluto; ni remos ni remeros; ni balaustres ni cubiertas; ni pro ni popa; ni guarda vigía ni quilla; nadie reporta daños.  Entonces le grito yo a los que están encerrados en mi camarote:

–        ¡Centurión Ícaro, reporte su estado!

–        Todo en orden y seco, Tribunus Legatus; ¡nuestra linterna no se apagó nunca, Señor!, responde desde adentro quienes vigilan nuestra máxima posesión.

–        ¡Tripulación toda de “La Liburna Christina”, acabamos de vivir un milagro de los Dioses; de “Ya Havá Wé Hayá”, de Iesus Christus y del Sanctus Spirîtus, que son a los únicos que hemos implorado! ¡Estamos vivos, bien y sin daños después de tan horripilante tormenta, esto es un milagro de Dios! ¡Sépanlo así; y así recuérdenlo para agradecerlo!

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Afectísimo en Cristo de todos ustedes,

 

Antonio Garelli

 

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