EL VIAJE A JERUSALÉN (8de77)

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¡Alabado sea Jesucristo!

 México, D.F., Agosto 26 del 2014

 I.8.- EL VIAJE A JERUSALÉN A LOS DOCE AÑOS

(Lc 2, 41-49)

“Sus padres iban todos los años a Jerusalén a la fiesta de la Pascua.  Cuando cumplió doce años, subieron como de costumbre a la fiesta.  Al volverse ellos pasados los días, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin saberlo sus padres.  Creyendo que estaría en la caravana, hicieron un día de camino, y le buscaban entre los parientes y conocidos; pero, al no encontrarle, se volvieron a Jerusalén en su busca.

Al cabo de tres días, le encontraron en el Templo sentado en medio de los maestros, escuchándoles y haciéndoles preguntas; todos los que oían, estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas. 

Cuando le vieron quedaron sorprendidos y su madre le dijo: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?  Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando.”  Él les dijo: “¿Y por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?”  Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio.”

            La oportunidad se presentó, y además, en el mejor momento para las malvadas intenciones del Demonio: en Jerusalén, una ciudad grande y cosmopolita y en la fiesta más importante de cuantas se celebraban allí, La Pascua.  Habrá que agregar que el Joven Dios es un adolescente como cualquier otro: inquieto, ocurrente, con una resistencia física capaz de vencer a todos los adultos; y por si esto fuese poco, dentro de Él está toda la vitalidad de Dios encarnada en hombre (con todo lo que ello significa a estas alturas de su vida), ya consciente de su misión y con el entendimiento exacto de las circunstancias que le rodean.

            Cuando yo tenía doce años, era capaz de prepararme mis propios alimentos (y los de mis hermanos, que nunca quisieron hacerlos), con la comida que mi madre compraba; podía negociar y vender los frutos de la tierra (del rancho de mi papá) o los bocadillos que preparara mi mamá (con materias primas de su despensa); podía viajar solo (si ellos me pagaban el pasaje); podía cazar y pescar (con las armas y los medios que ellos me facilitaran); y hasta podía discutir de ‘cosas profundas y trascendentales’ con los mayores (siempre que me dieran oportunidad).  A los doce años ya se pueden hacer muchas cosas, siempre limitadas por la dependencia que lo circunscribe a uno.

            Pero separarme de mis padres durante tres días sin que ellos lo supieran, esto nunca pude haberlo hecho, pues el castigo hubiera sido inenarrable.  Claro, mis papás no eran María y José, y esa puede ser una gran diferencia.  Lo anterior, es pensando como un hijo de familia este momento de la vida de Jesús.  Pero pensando como padre, las circunstancias se ven distintas.  Y pensado como los ‘padres humanos’ del Hijo de Dios, el asunto cambia diametralmente.  Más aún sabiendo que el Demonio está, al acecho del Mesías.

            Guardadas las proporciones de la comparación, yo nací en un pueblo del tamaño de Belén (Tuxpan, Veracruz), y me perdí por primera vez en una ciudad del tamaño de Jerusalén en tiempo de Pascua (México, D.F - 1955); y créanmelo, es algo angustiante, desesperante.  Es un momento en que uno siente que la muerte le abruma.  Esto, contado como hijo (y además que nada te haya pasado), hasta parece una ‘aventura’. Pero esta misma situación, narrada como padre, esto es, que se te pierda un hijo, es muy, muy diferente. 

            Quienes hayamos vivido un amargo momento parecido (el extravío momentáneo o prolongado de un hijo), sabemos que el corazón puede pararse en cualquier instante; sabemos que puede matarnos.  A mí me sucedió y no se lo deseo a nadie.        

            Mamás, imagínense que son María preguntando:

            “– José, ¿dónde está el Niño?”  y obtener como respuesta un

            “– ¿Qué, no   está contigo?, pensé que tú lo traías.” 

Ah!  No se necesita más, ¡uno puede caer muerto por la impresión!  Ahora imagínense que ¡¡hace tres días que no le ven!!, y además ¡¡¡QUE ES EL HIJO DE DIOS!!!  

            Ahora papás; imagínense que son José y que les han hecho esa pregunta, y que ustedes han respondido instintivamente las mismas palabras que el Santo Esposo. ¡Se perdió el Niño!  ¡¡Ése para el cual fui elegido ‘TUTOR’, por el mismísimo Dios Padre!!  ¡A ustedes se les acaba de perder el Hijo de Dios!  ¡¿Qué harían?!

            Debió haber sido asfixiante para ambos.  Siempre los he sentido mucho.  ¡Debieron haberse sentido culpables de todos los pecados del mundo, hasta del pecado de Adán y Eva en el Edén!

            Me acuerdo una ocasión que platicábamos mi madre y yo de este tremen-do acontecimiento; tan solo leerlo arrancaba sollozos.  También recuerdo que en las grandes concentraciones de gente a las que asistíamos, ambos cuidábamos a mi hermano menor; y no obstante, ¡un día se nos perdió! ¡Cómo llorábamos mi mamá y yo, tan solo de pensar que algo le hubiese pasado!  Gracias a Dios nada le sucedió,  igual que al Pequeño Jesús.  Pero el susto, ¡ni Dios Padre te lo borra!

            Tres días solo el Joven Dios a expensas del Demonio, en una ciudad llena de todo, pero por esos tiempos, ante todo llena de maleantes, y que no le haya sucedido nada; ¡eso es lo que yo llamo tener un Ángel de la Guarda heroico! Éste, definitivamente, tenía toda clase de apoyos desde el cielo, porque enfrentar las huestes demoníacas solo, ante esa oportunidad, hubiera sido imposible.  Si todos tenemos Ángel de la Guarda, ¡Jesús debió haber tenido Querubín!, esto es, alguien con muchos ángeles a su cargo, porque a esta ‘almita’ había que cuidarla mucho más y mejor; no se trataba de la nuestra, se trataba de Dios hecho hombre.

            Lucano, a quien la Santísima Virgen María le contó este acontecimiento muchos años después, lo describe tan exquisitamente, que el hecho parece irrelevante, inocuo, carente de cualquier mal.  Pero no es así, pues el Demonio está, al acecho del Mesías.  A mí me surgen algunas interrogantes con un alto contenido de preocupación:  ¿qué comió?, ¿dónde durmió?, ¿quién le atendió durante tres días?  ¡María y José no, eso ya lo sabemos!  Entonces, ¡¡¿quién?!! 

            Cierto es que viajaban en caravana y que ya tenían experiencia, pues lo hacían cada año; pero las caravanas se deshacían al momento de entrar a las ciudades, y especialmente en Jerusalén, en donde, por razón de la Pascua, podía variar su población flotante en más de cinco veces sus habitantes normales.  Por más que fuera acompañado de tíos, primos y conocidos, el Joven Dios pudo haberse quedado solo y Satanás aprovechar el momento para su ataque.  ¡Por eso yo hablo del Querubín de la Guarda de Jesús!  Seguramente fue a él a quien se le ocurrió que este inquieto adolescente se fuera a meter al Templo; porque en ese lugar no entraría el Diablo.  ¡Solo así, de otra forma no me lo imagino!

            Como sea que te llames, Querubín de la Guarda de Jesús de Nazaret, gracias por estar al pendiente de tan extraordinario adolescente, pues sin tus cuidados, más de ‘dos’ lo hubiesen lamentado.  ¡Cuánto mal pudiste haber hecho Gran Satán, pero no te dejaron! ¡Bendito sea Dios en sus Ángeles (Querubines) y en sus Santos!  ¡Amén!

 

Afectísimo en Cristo de todos ustedes

 

Antonio Garelli

 

 

Solo por el gusto de proclamar El Evangelio.

 

 

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