VERITELIUS DE GARLLA (8) ROMA AUGUSTA

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Ciudad de México, Mayo 14 del 2016.

 

Veritelius de Garlla, Apóstol Gentil.

(8)

 

ROMA AUGUSTA

En el Salón Augusto, todas las paredes están adornadas con mosaicos de las grandes batallas ganadas por Augusto César: Corinto, en Achaia; Alejandría, en Egipto; Apollonia, en Cyrenaica; Baetica, en Hispania; el arte desplegado en cada representación es extraordinario, pero en nada se parece a la realidad de cada uno de los eventos que quieren recordar.  En el salón están colocadas seis sillas sollum, para que cada uno se siente o recueste según desee, y han sido dispuestas como un hexágono; justo en el momento de darme cuenta de la forma de su distribución, vienen a mi memoria las palabras del Fariseo Misael de Cafarnaúm, allá en Florentia, en ocasión del Simposio que tuvo lugar en esa plaza: “. . . es el signo de la Estrella de David; lo cual significa para mí, que el anuncio luminoso viene directamente de Dios. . .” Qué extraño es todo esto.

–       Tribunus Legatus Veritelius de Garlla, ¿qué sabe usted acerca de un hombre llamado Iesus Nazarenus?, me pregunta tajante el Senador Flavio.

–       Honorable Senador Nalterrum, sé muy poco de él; sé que se llama Jesús, que nació en Nazaret, un lugar que no puedo ubicar bien en la Provincia de Iudae; y que recientemente ha sido crucificado, junto con otros dos malhechores, por mandato de Poncio Pilato, Gobernador de la Provincia.  No sé nada más de él.

–       Pues realmente sabe muy poco, Tribunus Legatus, –me dice el Senador Homero Suetonius de la Comisión de Credos, Doctrinas y Religiones, del Senado Romano – éste fue un hombre extraordinario, que ha nacido en nuestro tiempo para marcar la historia de la humanidad. Así está señalado en el libro de las profecías del pueblo hebreo, muchas de las cuales tuvieron cumplimiento precisamente en él. Poseía poderes sobrenaturales, como los de los hijos de los dioses romanos, pero sin límite alguno; e inclusive era capaz de devolver la vida a los muertos. Este hombre, Jesús de Nazaret, también está considerado como un gran profeta, no solo para los judíos, sino para todas las naciones, incluyendo al Gran Imperio Romano.

–       Y si era tan extraordinario, Senador Suetonius, ¿porqué no usó sus poderes para salvarse de la infame muerte de ser crucificado?, le pregunto al hombre, sin recibir respuesta.

–       El hecho, Tribunus Legatus, me dice el Senador Artemius Laericum, de la Comisión de Honor y Justicia Militar, es que un militar del más alto rango, ha cometido un asesinato abusando de sus facultades; lo que ha ocasionado ya algunas protestas al respecto de varios ciudadanos romanos que se dicen afectados por el mandato.

–       ‘Asesinato y abusando de sus facultades’ son palabras sumamente comprometedoras, Senador Laericum, le respondo, ¿tiene usted alguna evidencia para emitir esas acusaciones?; tampoco responde.

–       Las inconformidades, Tribunus Legatus, interviene ahora el Senador Milos Piridión de la Comisión para Asia, Siria y Palestina, proceden de tan diversas provincias como Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, Cirene, y muchas otras; y creemos que esto pueda derivar en un levantamiento armado de sus ‘discípulos’, que ya en este momento se cuentan por miles; lo que obviamente debe preocupar al Imperio.

–       Usted habla de ‘miles de discípulos’, Senador, ¿debemos considerarlos como una fuerza hostil al Imperio?, ¿se han presentado enfrentamientos con nuestros soldados?, ¿cuántos muertos ha habido?; ¿ha sido él el único?; cuatro preguntas y no hay contestación.

–       La gente que está solicitando la aplicación del Derecho Romano, Tribunus Legatus, tiene evidencias del ‘mal manejo de la situación’ –dicen el Senador Silvio Bequani, de la Comisión de Jurisprudencia Provincial– y seguramente las usarán en contra de quienes resulten responsables, si no nos anticipamos a los hechos.

–       ¿Conocemos esas ‘evidencias’, Senador? ¿Tenemos el reporte del juicio?; otra vez no hay respuesta.

         - Como puede usted darse cuenta, Tribunus Legatus, interviene ahora el           Senador Flavio Nalterrum, este es un asunto muy complicado de        Honoris, Legis, Iustitia; y que puede desembocar en acciones fuera de     control para el Imperio, lo cual, obviamente, queremos evitar.  Para ello es que nos hemos reunido con Usted, a petición expresa del          Emperador Tiberio César; quien desea verle en Villa Capreæ el día de    mañana mismo.  Él le designará personalmente para esta Comisión,      dándole los salvoconductos necesarios, así como los poderes que el     caso amerita, para que se clarifique y resuelva favorablemente esta   desagradable situación.  Por supuesto, el Senado, a través de nuestras    Comisiones apoyará en todo lo necesario y conveniente.

–       Muy bien, senadores, –les respondo – por supuesto que no puedo decir nada al respecto en este momento, pues como bien han señalado ustedes mismos, ‘sé poco del asunto’; pero me doy cuenta que no soy el único.  Creo que lo más conveniente será reunirme primero con el Emperador Tiberio César, a fin de saber su postura personal sobre el tema y la forma en que él quiera que sea investigado y solucionado.  Partiré de inmediato con mi escuadra; pero ver al Emperador mañana mismo, será muy difícil en virtud de la distancia.

–       Hemos anticipado eso, Tribunus Legatus, me interrumpe el Senador Flavio Nalterrum, está esperándole en el puerto de Ostia una barca de las llamadas ‘liburnas’, de esas que son muy rápidas, para transportarle hasta Villa Capreæ al momento en que Usted lo desee; por supuesto, solo debieran embarcarse personas, ya que la embarcación es pequeña y los equinos le serían proporcionados allá mismo.  Si Usted acepta, estaría adelantando horas muy valiosas para el arribo a su crucial cita con Tiberio César y el inicio de los trabajos de esta comisión especial. Por cierto, todo lo relacionado con este tema, de hoy en adelante, si le parece, lo vamos a llamar simplemente “Christus Mandatus”, (no entiendo el por qué del nombre del archivo, pero no voy a preguntar por ahora).

–       Le agradezco sus atenciones, Senador Flavio Nalterrum, tomaré la embarcación que Usted ha dispuesto y partiré para Villa Capreæ. A mi regreso estaremos en contacto. Ah! Por cierto, ojalá pudiésemos manejar todo esto como ‘consilii summo’, algo parecido a lo estrictamente confidencial de la milicia. ¡Ave Tiberio César!

–       ¡Ave César, Tribunus Legatus!

Estos hombres viven en su propio mundo, y eso no es lo malo; lo peor que creen que el mundo es como ellos se lo imaginan.  Pero diez años de Dictadura de Cayo Julio César, cuarenta y un años de Imperio con Augusto César y veinte años con Tiberio César, nos han enseñado a manejar a los políticos dentro de su dimensión; todo estriba en no enseñarles más que lo que piensan que tienen.  Esto será lo primero que yo le pida a Tiberio César en este asunto: confidencialidad militar; un decreto para no difusión de parte del Senado.  De otra forma, se corre el riesgo de crear una sublevación a nivel Imperio con un solo muerto: Iesus Nazarenus.

Del Foro Romano a Villa Veritas, hay solo diez estadios de distancia; hace veinte años, nadie era capaz de ganarme una carrera ecuestre aquí.  Voy a retar a mis hombres para que puedan hablar de algo real en la comida y no solo de ideas e imaginaciones por las reuniones que yo he tenido; será muy provechoso, pues solo comeremos y partiremos hacia Ostia, para embarcarnos hoy mismo hacia Villa Capreæ.  Todos traemos uniforme pretoriano de gala, así que galopar a todo tendido en plena Roma, (algo que está prohibido y se castiga con cárcel), no se verá mal si es que son guardias y su ‘insigne general’.

Salgo al pórtico del recinto del Senado, en donde está mi escuadra y les digo:

–       ¡A Villa Veritas, ipso facto!

–       ¡A la orden, Tribunus Legatus!

Todos montamos y trotamos a más velocidad que la permitida en plena Vía Sacra, para dejar el Foro Romano y pasar al Foro Imperial; a partir de allí, será a galope tendido.  Les voy a tomar por sorpresa, pero tendrán que correr mucho; les va a costar mucho para que puedan vencerme.

–       ¡Iter Ingredi! ¡Agmen Agere! Les grito la orden de inicio de marcha del ejército.

–       ¡Ímpetum Fácere!, ordena Tadeus.

La suave y verde ondulación que deja la Colina del Palatino para unirse a la del Quirinal, la aprovecho para sacar aún más distancia a mis hombres, quienes, admirados del todo con lo que está sucediendo, no tienen más remedio que acelerar sus corceles.  En un instante alcanzamos lo más elevado del Quirinal, entre su cima y el Tiberis, descendiendo a gran velocidad para entrar en la explanada del Campus Martis, justo atrás de Villa Veritas; mi caballo bufa por el esfuerzo realizado, pero no se amedrenta, sino que responde al fuete que le insiste el galope abierto.  A menos de un estadio por llegar, los dos Centuriones más jóvenes me rebasan y los hostigo diciéndoles:

–       ¡Si gano, no comerán!

No les queda más que hacer, que seguir su paso tendido; alcanzo y rebaso a uno, pero el otro se ha separado más todavía; llegando primero a la entrada meridional de la caballeriza en Villa Veritas.  Aún no ha desmontado, obviamente, nos está esperando; pero yo encamino el corcel cruzando la puerta primero que él; desmonto y le digo desde adentro:

–       ¡Gané, por lo tanto, no comerás!, riendo a carcajadas.

Salgo para ver las llegadas de todos y, por supuesto, Tadeus es el último en arribar. Éste fue el más sorprendido de todos.

–       ¡Tribunus Legatus, hacía muchos años que no le veía galopar de esa forma!, me da gusto que todavía pueda hacerlo.  Dice el buen soldado.

–       ¡Y en cambio a mí me da pena que tu estés tan lento, Tadeus!; le digo en broma, para animarle.

La plaza de la caballeriza se ha llenado de todos cuantos están en la Villa; están de descanso pues esperan para comer todos juntos.  Por supuesto, todos se alegran del suceso espontáneo, que ya comentan y nos saludan amigablemente.

–       El día ha sido muy diverso; ha ido de lo agradable, a lo difícil.  Tenía que encontrar alguna forma de sacar las emociones y las frustraciones.  Les digo antes de tomar camino hacia el comedor.

Todas las comidas que se sirven en Villa Veritas son de gran gala; esté yo o no.  Nunca alguien dice qué se hará de comer; también la cocina es escenario de prácticas militares.  Aquí se entrenan los cocineros maestres que serán enviados a los frentes, para atender a los Generales y Magísters Legionarios que están en campaña.  Solo yo puedo cambiar el programa de comidas; nadie más.  Siempre se preparan guisos para treinta personas; si sobra alimento, se consumirá al día siguiente; si aún así sobra, se repartirá en los hospitales militares en Roma a buen tiempo para su degustación.  Todo se hace pensando en el lema: “Que el goce de unos, sea goce de todos; o al menos, que no sea desdicha de otros.” En todas las ubicaciones a mi mando, está prohibido tirar la comida como basura; en esta Villa, ésa es una falta grave y es severamente castigada.  Junto a la armería está un pequeño rastro en donde se degüellan animales vivos para ser preparados como alimentos; los mismos que se encontrarán en los frentes de campaña; todo como si ya estuvieran allá. Un grupo de tropa y sus oficiales mal alimentados, está derrotado antes de la batalla; no es el caso del Ejército Imperial Romano.

Para un subalterno siempre es un honor compartir la mesa con su superior; pero si ésta es de gala y además hay superior de superiores, entonces es un acontecimiento para recordarse de por vida; los tres Tribunus Legatus del Ejército Imperial sabemos muy bien esto, y es por ello que nos proponemos como un deber, ser accesibles a la tropa; no importa el lugar, ni las circunstancias o los padecimientos; cuando los subalternus se percatan de nuestra presencia, nosotros tenemos que corresponder a sus deseos de convivencia, ánimo o consideración especial; la tropa no trabaja o guerrea solo por el pago, ante todo, lo hace por el reconocimiento de sus superiores.  El aliento en la refriega, hace mucho más llevadero el sufrimiento; en cambio el desánimo, se reproduce como hierba mala tan solo con una mirada.  No es que nos demos la gran vida; ciertamente no la sufrimos; pero siempre recordamos que también fuimos y somos subordinados, por más que se sea Tribunus Legatus.

Yo no di instrucciones en contrario, y hoy, según el programa, toca comer en bosque germánico; no hay triclinios, ni mesa de viandas; la comida será parados o sentados en bancas.  Se sirve un solo guiso (el cual se puede repetir hasta que alcance) y se bebe solo un baso de vino. Así es la milicia: las órdenes se dan para que se ejecuten; todos por igual, desde el Emperador hasta los triarii.  La carne es jabalí (para mí una delicia incomparable), que puede comerse en tres formas: cocida en estofado con verduras y patatas; asada a la plancha o asada a las brasas; el pan no tiene racionamiento.  Se los digo yo que he comido hasta serpientes: no hay carne más exquisita que la del cerdo (y los judíos no la comen), pero de todos los cerdos, el jabalí es primus saporis.

Les informo a todos el menú y la singularidad de las circunstancias y ríen y se lamentan por el hecho; pero ofrezco un pequeño beneficio: habrá dulces hispanos al final, sin medida; y medio vaso de liquoris para resarcir el daño imprevisto.  Todos aplauden gustosos.  Todo arreglado, empezamos la degustación en grupos.

Las ‘liburnas’ ciertamente son embarcaciones rápidas sobre las aguas del mar, pero su agilidad y velocidad la ceden de su estabilidad y seguridad de cuando eran ‘biremis’, esas galeras pesadas de dos líneas de remeros.  Yo tengo en estudio una embarcación que gane lo bueno de unas y no pierda lo bueno de las otras; la fabricaré cuando sea necesario; no pronto ciertamente, hoy vivo en Italia en medio de la tierra, en Mediolanum, y las costas solo las veo desde las lejanas playas de Liguria o Aquilea. El puerto de Ostia está a ciento treinta y cinco estadios de Villa Veritas, una quinta parte de una jornada a trote; lo que significa que si llegamos al toque de la primera vigilia, tendremos suficiente luz para las primeras horas de navegación hacia Capreæ; y si son lo que dicen estas embarcaciones, podremos llegar a la isla de las cabras, ahora honrada con la presencia del Emperador, al mediodía de mañana. 

Nos despedimos de todos, efusivamente, como corresponde a gente de la milicia (que como pocos, sabemos que es muy probable que no nos volvamos a ver); solo iremos a Capreæ seis personas: cuatro Centuriones, Tadeus y yo; el menos peso posible será mejor para navegar.  Se va con nosotros un Centurio más y un arreador para devolver los caballos a Villa Veritas.  Antes de salir, redacto una misiva para los emissarii del Fariseo:

Roma, Augusta; Urbe del Orbe, Iunius XX, del

 Año XX del Reinado de Tiberio Julio César

         Emissarii Ícaro y Galo:

         Se requiere envíen informes diariamente; la comisión del Emperador se relacionará con el pueblo judío.  Su prestancia es muy importante. 

Sin descubrirse, busquen la forma de saber acerca de los acontecimientos en Iudae, de los últimos cuatro meses; es información vital.       

¡Ave César!

Tribunus Legatus Veritelius de Garlla

Le entrego personalmente a Domiciano Alves la misiva, para que sea enviada hoy de inmediato con un cursoris (correo) nuestro a Aternum, en el Mare Adriaticum, a jornada y media de galope de Roma; y con la consigna de buscar a nuestros emissarii, recoger las misivas que tengan y entregar esta nueva nota.  El mismo hombre que enviemos deberá regresar a Roma con las piezas recibidas de Ícaro y Galo, las cuales yo consultaré a mi regreso a Villa Veritas. 

–       Y respecto de la información que te solicité, Domiciano, te puedo decir que hay algo en tiempos de Julio César; es más un asunto político que militar.  Busca a un tal Iudas Macabeus.

–       Así lo haré, Tribunus Legatus.

Hace cinco días no había ninguna razón válida para que yo asignara a dos de mis hombres como custodios secretos de un Fariseo; hoy parece ser la decisión más oportuna y correcta en este asunto de “Christus Mandatus” que ha empezado.  Si la convergencia de las líneas del trayecto de dos vidas, se unen para dar como resultado una casualidad, un punto eventual o repetitivo, mi vida y la de Iesus Nazarenus, se tocaron el día trece del mes sexto del decimonoveno año del Reinado de Tiberio Julio César, cuando recibí la misiva que finalmente estoy  atendiendo en primera instancia.  Sin conocer absolutamente nada de él, salvo su nombre, su lugar de nacimiento, y su forma y fecha de muerte; ahora debo empezar a investigar todo lo que haya respecto de un millar de preguntas que se pueden hacer del caso; ni siquiera las voy a relacionar.  Pero solo una me inquieta ¿Qué quiere Tiberio Julio César de todo este asunto? Ahora voy por ella.

Los ciento sesenta estadios de Villa Veritas hasta el puerto de Ostia, los recorreremos rápidamente bordeando el Tiberis; vamos ligeros de cargas, pero de gala, pues veremos al Emperador.  Hemos puesto comida para diez personas y nosotros somos seis; podremos invitar a cuatro de la ‘liburna’.  La tripulación de una de estas naves consta de treinta esclavos remeros, que se turnan de diez en diez cada tercio de vigilia (los más frescos en el lado cercano a la costa; quienes cambian pasan al lado lejano, en tanto el resto descansa); un timonel que maneja el gubernáculum; dos nautas en la parte superior de la vela y tres en la inferior; un vigía en el mástil y uno en la proa; treinta y nueve en total.  El ‘præfecto’ de la nave tiene el rango de un Centurión (pues ordena gente especializada); pero en la ‘liburna’, él es el primus pilus del mando, salvo en batalla; nadie que suba a su nave con rango superior, puede ordenarle, contravenir o desobedecer una orden suya, a menos que sea el Tribunus Legatus o el César.  Estas veloces embarcaciones se usan generalmente para acciones no militares de ataque, como tabellarius (correo) y transporte; pueden viajar con media centuria completa-mente armada o trasladar quince caballos con sus jinetes.  A plena carga, con viento a favor y en aguas sin demasiada marejada, pueden recorrer más de mil seiscientos estadios en un día, algo excepcional, si consideramos que esa es la jornada máxima a todo  galope, de un emissarii con cambio de corcel.

–       ¡En el puente: Tribunus Legatus Veritelius de Garlla!, grita a todo pulmón Tadeus, mi asistente, para avisar a la tripulación; y de inmediato todos toman sus puestos y responden a coro:

–       ¡Ave César!, ¡Ave Tribunus Legatus!

–       ¡Ave Tiberio Julio César!, contestamos nosotros.

–       ¡Tribunus Legatus Veritelius de Garlla; soy Silenio Abdera, a su mandato;  para esta tripulación es un altísimo honor tenerle a bordo!, me recibe el Præfecto de la nave, impostando la voz con su mejor tono.

–       ¿Sabe cuál es su misión, Navis præfecto Silenio?

–       ¡Sí, Tribunus Legatus; llevarle con bien hasta Capreæ!, me contesta.

–       ¡Pues, hagámoslo, Præfecto!

–       ¡Al mandato Tribunus Legatus!

Se levan las anclas, se izan las velas, se hunden los remos y nos hacemos a la mar; para navegar más de ciento cincuenta y dos millas que nos separan del destino final de este largo viaje que empezó hace siete días: Capreæ y Tiberio Julio César.  Se oye la diana del inicio de la primera vigilia y el sol está a treinta grados sobre el horizonte, lo que significa que tendremos buena luz por mucho tiempo.  Si todo va como está planeado y calculado, llegaremos a las playas de la Imperial Isla justo al mediodía.

Esta ‘liburna’ es todo un lujo; delata a simple vista a sus o ‘su’ dueño: un senador.  Apostaría mi mano derecha a que así es; claro que podría perderla si el dueño fuese un hombre como Rubicus Antanae, aquél rico de Parma.  Pero este no es el caso.  El piso de la cubierta, de unos cuarenta pies de largo y diez de ancho, que está encima de los remeros, y el casco del navío, están pintados de blanco para ocultar el betún que sella los tablones con los que se ha fabricado.  En la popa, han construido un pequeño cubículo de siete pies por lado, con una cama y una silla adentro, todo de madera refinadamente tallada y pintada. Afuera tiene diez bancas asidas a la cubierta, del largo de un hombre cada una, que están perfectamente talladas, pulidas y barnizadas al natural. La balaustrada y el barandal perimetral, son una obra de arte pieza por pieza, todo en madera con incrustaciones de latón.  Bueno, hasta los remos están bellamente torneados. En fin, es un derroche de impuestos al servicio de unos cuantos; o mejor dicho: de muy pocos.  Me voy a sentir muy apenado al llegar a Capreæ; tendré que explicarle detalladamente a Tiberio César el origen de esta embarcación; de ninguna forma quisiera que llegase a pensar que es de mi propiedad.  Viéndola bien, hasta podría ser del Emperador.

–       ¡Præfecto Silenio!, llamo al joven jefe de la nave, a solas en la proa.

–       ¡Al mandato, Tribunus Legatus!, contesta de inmediato.

–       Veo que viste usted un uniforme de gala de Centurión, ¿por alguna razón en especial, o siempre es así?, le cuestiono.

–       Sabía que vendría usted, Tribunus Legatus; y que iríamos a la Villa Imperial en Capreæ, por eso lo porto; pero normalmente visto de civil, como nauta mercante; me dice.

–       Bien, buen soldado, bien hecho; son importantes esas decisiones, le animo un poco para hacerle la siguiente pregunta; dígame Navis Præfecto, ¿a quién pertenece esta lujosa y confortable embarcación?

–       No lo sé, Señor; me responde temeroso el hombre.

–       ¿Quién le ordena a dónde ir y cuándo salir?

–       El Senador Flavio Nalterrum, Señor; contesta casi balbuceando.

–       Pues entonces es de él, le digo riendo un poco, o en su defecto del pueblo romano a quien él representa en el Senado; ¿no cree usted, Silenio?

–       Sí, Señor, así lo creo también.

–       ¿Viajan seguido, Præfecto Silenio?, continúo interrogándolo suavemente.

–       Sí, Señor, me dice; recientemente fuimos a Alexandria, en Aegyptus. El soldado ha empezado a transpirar profusamente ante las preguntas y digo:

–       ¿Se siente incómodo, Navis Præfecto Silenio Abdera?

–       Sí, Tribunus Legatus, porque no sé qué es lo mejor que pueda yo hacer; si callar, como debo; o respetar su infinita superioridad sobre mí.

–       Bien, soldado, bien hecho y dicho.  ¿Tiene alguna orden de su superior militar de callar ante mí?, le cuestiono.

–       No, Tribunus Legatus.

–       ¿Tiene mandato del Senador Nalterrum de guardar silencio ante mí?

–       No, Señor.

–       ¿Se siente fallando a algún mandato o juramento militar, Centurio?

–       No, Señor, no creo estar fallando; ¡es solo que no sé qué hacer!

–       Última pregunta que hago, Centurio Silenio, ¿puedo platicar con usted y preguntarle todo cuanto desee, como su amicus?

–       ¡Sí, Señor, Tribunus Legatus Veritelius de Garlla!, ¡sí puede!, contesta visiblemente emocionado el joven soldado, que ante el desacostumbrado final del interrogatorio, rompe su rigidez en un sollozo, el cual contiene de inmediato,  hincando su rodilla al suelo y mordiendo su puño.

–       Dejo pasar un instante y lo levanto suavemente tomándolo de su armadura por los hombros y le digo: Ya no haré preguntas, pero quiero conocerle Silenio; cuénteme lo que usted quiera.

–       Nací en Tarraco, en Hispania hace veintiséis años; mi padre es Bætico y mi madre es Fenicia, de Tyrus.  Me enrolé en las fuerzas militares del Ejército Imperial a los diecisiete años, como nauta de velas; a los veintiún años participé en la batalla naval del Baliaricum en donde fui reconocido por las estrategias de movimientos para ataque y defensa contra los insurrectos mauritanos.  Hace dos años fui asignado como Præfecto de esta nave al servicio del Senador Flavio Nalterrum.  Toda mi vida he sido marino, ya que mi padre es comerciante de perlas en el Mare Nostrum.

–       ¿Cuánto ha estudiado, Centurio Silenio?, le interrumpo su narración.

–       Nada, Señor, solo aprendí a leer y escribir el Latín; que me enseñó mi madre, quien también habla griego, bético y sirio.

–       Magnífica mujer, Silenio, estará usted muy orgulloso de ella.

–       Sí, Señor, lo estoy.

–       Gracias, Centurio Silenio, voy a descansar un momento; atienda su nave, ya fue suficiente para su invitado,  le digo para terminar. ¡Ave César!

–       Gracias Tribunus Legatus Veritelius de Garlla; ¡Ave César!

El grito de compás de remeros no deja de oírse, cambia de voz, pero no de ritmo; lo cual quiere decir que no avanzamos con la fuerza del viento, sino con la de los remos y ello significa que vamos lentos.  Mi ‘momento’ de descanso en realidad se convirtió en el tiempo de toda una vigilia completa; está tocando la diana del la segunda y la luz solo se alcanza a ver en el firmamento, pues el Sol ya pasó el horizonte.  Los tonos de ocre a lila y a índigo, son fascinantes, pareciera que se están forjando ollas en el fuego del cielo; la brisa marina apenas infla la vela sin estirarla mucho, haciendo pesado el avance.

Navegamos viendo la costa a seis millas de distancia, en donde las aguas empiezan la fosa marina, dejando atrás la profundidad continental; que es menos propicia para el desplazamiento rápido, en virtud de las corrientes encontradas.  Estamos por llegar a Antium, lugar casi exclusivo para villas de poderosos y ricos, especialmente políticos y comerciantes; muchas veces llegué a ese lugar con mis tropas de asalto provenientes de Tarraco en Hispania, cruzando en medio de Córsica y Sardinia, en aquellas pesadas galeras llenas de soldado Legionarios y caballos, dispuestos a un merecido descanso después de las campañas de Veranum y Autumnus.  Desde aquí marchábamos a Roma para los desfiles en la Gran Urbe; después el Ivierno con la familia y Primumver para sembrar.  Así los ciclos de las campañas del Ejército Imperial.  Por supuesto, los revoltosos lo sabían también, y entonces se rompía el equilibrio; y volvía la guerra en el tiempo que fuera.

Finalmente se siente el impulso del viento a pleno en el mar, el osado Præfecto lo aprovecha de inmediato apoyándose en la luz de la luna que casi está llena por completo; el movimiento de la nave se siente muy diferente y los remos han sido elevados para no cortar el flujo de la corriente que abre la quilla desde lo profundo.  Los nautas de velas, tanto los de arriba como los de cubierta, se afanan con las sogas y los lazos que deben apurar en las maniobras.  La velocidad es cada vez es mayor y el golpeteo de las olas contra el casco es substancialmente más fuerte.  Los saltos sobre las olas se repiten uno tras de otro y da la impresión que no las navegamos, sino que las brincamos de cresta a cresta.  El Præfecto Silenio no deja de gritar a toda voz órdenes para sus nautas y él mismo ha tomado el timón de mando; no hay lluvia ni relámpagos ni truenos, solamente el intenso aire que levanta la brisa y nos moja hasta empaparnos.  Silenio nos ha pedido a todos que nos sentemos en las bancas de cubierta y que nos sujetemos con los cinchos que hay clavados en cada una.

El hombre sigue aventando órdenes, que todos los demás ejecutan al instante; han tendido dos cables transversales en el frente de la vela: uno de la esquina inferior derecha a la esquina superior izquierda y viceversa, de manera que ya no es un solo gran globus lo que se ve, sino cuatro en forma triangular.  Con esas amarras se asegura la estabilidad de la vela ayudando inclusive a un posible desgarre. Los vigías de mástil y proa igualmente vociferan palabras que solo ellos se entienden, pero a cada una el Prefecto responde: asiente o niega; o acepta o rechaza.  Le miro sostenido desde mi banca, y me doy cuenta que navegar así es una pequeña batalla que librar con el mar y con el viento; el buen Præfecto, como el buen Centurión, tienen que sacar adelante su tropa y sus arreos perdiendo lo menos que sea posible.

La trompeta del vigía suena estridente para que todos la oigamos; han sido tres horas de viento intenso y no amina, pero todo está bajo control.  Se dirige hacia mí Silenio Abdera para darme parte de la situación; él se ve animoso pues el viento en las velas es su pasión y la razón misma de su estancia en esta, tan onerosa embarcación. 

–       Tribunus Legatus, el viento ha sido sensacional para nuestro avance; la marea y las olas han trabajado a nuestro favor y no tenemos ningún daño en la liburna; esto es lo que yo llamo ‘navegar con Neptuno’ –me dice el orgulloso hombre – llevamos un tercio del tiempo programado para el viaje, pero casi estamos a la mitad de la distancia, por lo que si este viento sigue soplando, estaremos antes del mediodía en Capreæ, sanos y salvos.

–       Muy bien Præfecto, le contesto, la única prisa que tenemos es llegar.

Diez palacios, templos y otros edificios, ha construido Tiberio en Capreæ en apenas cinco años que lleva viviendo allí; cada uno tiene una milla cuadrada de terreno que lo separa del más próximo.  Los ha edificado en la playa, en el acantilado, en el Monte Solarum (en donde inclusive ha instalado una habitación para observación astronómica), en el centro de la isla, en el pequeño valle del Oriente; en fin, en los cuatro puntos cardinales hay cuando menos dos hermosas ædesis regia o mansiones reales para su uso personal.  Hay árboles por todas partes: en unos ha sembrado olivares, en otros frutales de estación; ha resembrado pinos, cedros y robles traídos de los Appennini para evitar la erosión de las empinadas laderas; el centro de la isla, yo no sé por qué razón, tiene tierras muy fértiles y los granos se producen en gran abundancia.  Las granjas son pequeñas y con animales que no consumen mucha agua, porque ésta es escasa dado que no hay ni ríos ni manantiales; pero llueve suficiente en el año y tienen un sistema de recolección del vital líquido, que envidiaría la misma Roma.  De Neapolis, Puzzeoli, Herculano y Pompeii llegan a diario embarcaciones con todo lo que aquí no producen y el Emperador gusta de consumir.  Por supuesto, en Capreæ hay mas esclavos que ciudadanos romanos; deben habitarla regularmente una mil personas entre pretorianos, sirvientes, invitados y claro está, Tiberio Julio César y su familia. 

Es paradójico, pero diez millones de millas cuadradas, entre tierra y mares, que son el área de influencia del Imperio Romano, se manejan desde esta pequeña e inexpugnable isla de apenas cinco millas de superficie.  Todos hemos de venir aquí cuando nos llama el Emperador; cualquier asunto de estado se decide finalmente en este pequeño e imperial lugar.  Roma podrá jactarse de tener el senado y lo más grande de todo, pero Capreæ tiene la sede del hombre que maneja el Supremo Gobierno Imperial Romano.  Yo he estado allí una veinte veces en mi vida, pero hacía más de tres años que no venía; estará muy cambiado todo, seguramente, Tiberio es un constructor empedernido.

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Afectísimo en Cristo de todos ustedes,

 

Antonio Garelli

 

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