V¡Alabado sea Jesucristo!
Ciudad de México, Marzo 31 del 2016.
Veritelius de Garlla, Apóstol Gentil.
(2)
EN PLACENTIA
Iunius XIV
Ningún contratiempo, pernoctaremos en Placentia; que en honor a su nombre, nos ha recibido placenteramente y con agrado. Este es solo un pueblo de paso del Padus; el caserío es muy grande, pero no hay un solo domus de piedra, ni una pizca de mármol en todo el lugar. Todo es de madera y en muchos casos está sin aserrar. Sin embargo tienen varios hospitii en donde pasar la noche; nosotros iremos al asignado para el Ejército Imperial, que siempre es mejor atendido.
– ¡Ave César! Saludamos de rigor, a nuestra entrada a la caballeriza. Al instante aparecen los vigilantes del lugar en presta acción de guardia; han visto que se trata de un Tribunus Legatus Legionario Imperial y su escuadra, por lo que la actitud cambia de inmediato a plena disposición de atención y servicio.
– ¡Ave César!, responden al unísono todos, perfectamente erguidos y avanzando a tomar nuestros corceles para que podamos desmontar. Todos son soldados triarii, el más bajo rango en la milicia, queriendo ser Legionarios algún día en su vida y pudiendo obtener así, el significativo reconocimiento de Ciudadano Romano.
– ¡Ave César! ¡Ave Tribunus!, me saluda el jefe de la guardia, que es un Centurión, golpeando su pecho y extendiendo brazo y mano derecha.
– Veritelius de Garlla, contesto, con mi brazo derecho levantado y la mano extendida, Tribunus Legatus en comisión del Emperador Tiberio Julio César.
– ¡Tribunus, es un honor para todos nosotros que usted esté aquí!, me dice con voz firme y ronca, sin esconder su gusto por nuestro arribo.
– Solo pasaremos la noche en este lugar, le digo; mañana, en la cuarta vigilia de la noche reiniciaremos nuestro camino hacia Roma.
– ¡Marte y todos los dioses estén con nosotros Tribunus; sea usted bienvenido! Será nuestro honor atenderle junto con su escuadra.
La comida en estos lugares es espléndida en sabor y frescura; cierto es que le faltan muchos condimentos, pero está tan recién hecha y uno llega con tanta hambre, que degustarla es un deleite. Especialmente en estos pueblos del Septemtrio de Italia, el condio o forma de preparar los alimentos, reviste gran importancia, ya que son pocas las especias a las que tienen acceso (en comparación con las grandes urbes) y sus guisados son parcos, pero bien sazonados. Sin embargo, los vinos y las conservas son extraordinarios; y qué decir de los quesos, su variedad de caseus es inigualable. Como hemos llegado en la primera vigilia, habrá tiempo suficiente para una buena mesa con platillos estilo Æmilia. Toda esta región es tierra de etruscos, aliados de Roma desde hace ciento cincuenta años y buenos defensores del Imperio, pero no faltan los revoltosos que quieren armar riña con la milicia. Antes de hacer ninguna otra cosa, el Comandante o General de la columna o grupo que pase o acampe en la zona, debe ser informado de inmediato por el oficial de mayor rango de la estación o cuartel, respecto de la situación que se vive en el lugar.
Esta información es tan valiosa (y el cumplir la orden de pedirla y darla es tan importante), que si no es facilitada y llegase a presentarse un ataque o emboscada a la milicia que esté arribando, los oficiales a cargo en los dos mandos serán procesados por traición y muertos en el mismo instante de su captura. El reporte que me ha dado el Centurión que funge como comandante del lugar, más parece una misiva a la familia, que un reporte de hechos militares en la zona; Yo podría resumirla en tres palabras: “prosperîtas, felicîtas, solum”. ¡Qué gran cosa es saber que el Imperio sea así!
El paso de un Tribunus Legatus por cualquier lugar, debe dejar huella siempre; finalmente, después del César, es la máxima figura del Ejército Imperial, y éste, además, es un Imperio militar en expansión. En menos de tres horas, habrá comida y vino hasta saciarse para cuanto hombre militar haya en el lugar; todo será pagado con oro del mentado Magíster. Así tiene que ser: si en la Urbe todo es ‘panis et circus’, en la provincia debe ser: ‘panis et canto’. Esto nunca debe ser olvidado, es una demanda, a voces en silencio, de toda la milicia. Y claro está, si los militares están de fiesta, los civilis deben ser invitados al convivio. En mi caso, la orden de “Non memoria oscuratta est” (“Sin perder la conciencia”), será dada y habrá de ser ejecutada escrupulosamente; que se promueva la alegría y la convivencia, no el vicio y la ruina.
Las habitaciones asignadas para aseo y descanso tienen apenas lo mínimo que se requiere en estos casos, no se puede pedir más, el lugar no es para hacerlo; en nuestro trayecto encontraremos mejores ocasiones. Un General Romano siempre debe tener presencia impecable, el pueblo romano se lo demanda; si ha de representarlos, entonces que sea con toda dignidad, y esto empieza en el aseo y la limpieza de sus vestimentas. Para ello se cuenta con todo lo necesario, desde los arreos y artículos, hasta los asistentes para la faena; todas las avanzadas del Ejército Imperial cuentan con esos insumos por rango y, su consumo, debe ser adecuadamente justificado. Igual es para los oficiales y la tropa acompañante.
Al toque de la trompeta que anuncia el cambio de la primera vigilia por la segunda, para defensa de la fortificación, estoy recibiendo una nota escrita en papel color café claro con tinta negra, que dice (en el ‘más puro latín etrusco’):
“Honorabilis Tribunus Legatus Veritelius de Garlla
Es nuestro deseo invitar a Usted y a su comitiva a la Magna celebración por su arribo y paso por esta insigne aldea de Placentia.
La castra y civilis se honrarán con su presencia.”
Ha sido entregada por un mensajero perfectamente limpio y uniformado; la misiva la ha recibido mi asistente, quien ha hecho las preguntas de rigor.
– ¿Quién la envía?
– El Centurión Melanus.
– ¿Requiere respuesta?
– Sí, asienta el mensajero.
Mi asistente, Tadeus Tarquinii, se presenta delante de mí y dice:
– Tribunus Legatus, ha sido traída por un mensajero esta nota que envía el Centurión Melanus y que requiere respuesta.
Abro la nota, la leo y respondo:
– Dígale que el honor es nuestro, que allí estaremos.
Éste transmite mis instrucciones y vuelve ante mi presencia. Acto seguido ordeno al asistente que informe a los centuriones que nos acompañan, que se alisten de inmediato para revisión del General en el cuadro de arena de la caballeriza. En un instante están todos reunidos y en espera de las nuevas órdenes.
– Hemos sido invitados a una Magna celebración con todo el pueblo, –les digo – cenaremos con ellos y departiremos por separado pero en el mismo lugar. Para nosotros este convivio terminará antes del toque de la tercera vigilia, momento en que nos retiraremos a descansar para partir de este lugar al alba sin faltar. Cualquier omisión será reprendida.
– ¡Ave César! ¡Ave Tribunus Veritelius! Responden todos a una voz cuando he dejado de hablar.
Así funciona una tropa bien entrenada; orden, ejecución; ejecución, resultado; resultado, validación; validación, informe; informe orden. El que ordena debe saber que lo que está ordenando se puede ejecutar; el que recibe la orden debe saber que lo único que es su responsabilidad es ejecutar la orden; ambos deben conocer el resultado de la o las acciones realizadas; la validación corre a cargo del ordenante y ha de informar las consecuencias. En el Imperio Romano de Tiberio Julio César, todos sabemos esto y lo acatamos como immutabilis lex. También sabemos que nuestra existencia depende en gran medida de nuestra capacidad de obedecer las órdenes recibidas. Éstas son garantías de mandos; superiores e inferiores. Sine qua non. Todos los legionarios que están a mi servicio, podrían ser oficiales en cualquier cuerpo del Ejército Imperial; aceptan no tener el rango, porque prefieren ser mi escolta que estar en campaña. Immutabilis lex.
En la plaza del caserío, han colocado un cuadrángulo cerrado de mesas unidas entre sí, en donde pueden sentarse más de doscientas personas; han matado un novillo joven que aún está al fuego de las brasas y de cada casa con posibilidades de hacerlo, todos han traído su mejor guiso. Está señalado uno de los lados del cuadrángulo como la cabecera de las mesas, separando los lugares para nosotros, que contados son doce; todo el pueblo está sentado en bancas improvisadas que se distribuyen alrededor de la gran hilera de las mesas. Justo cuando arribamos al ‘gran comedor’ que estos hombres han montado al aire libre, formados en columna de dos en fondo, hacemos para todos juntos el saludo militar que tanto identifica al Ejército Imperial:
– ¡Ave César!, gritamos nosotros al unísono.
– ¡Ave César!, contestan todos con un coro fortísimo.
– ¡Ave Tiberius Imperator Maxîmum! Digo yo con la voz más fuerte y formal que puedo dar.
– ¡Ave!, gritan todos ellos.
– ¡Ave Tribunus Veritelius de Garlla!, exclaman mis soldados a una voz.
– ¡Ave!, se vuelve a oír el coro de todo el pueblo.
– ¡Pueblo de Placentia, estamos muy honrados de estar entre ustedes! Son el reflejo exacto de lo que el Imperio Romano puede lograr con amigos y vecinos. Solo con este espontáneo gesto de bienvenida, se han ganado el corazón y aprecio de mi parte y de estos ciudadanos romanos que me acompañan. ¡Que los dioses bendigan al pueblo de Placentia!, y concluyo gritando nuevamente: ¡Ave César!
– ¡Ave César!, vuelven a gritar todos ellos.
De inmediato dispongo la forma en que nos sentaremos en la mesa: a la cabecera me acompañarán mi asistente, Tadeus, y el segundo asistente Galo, sentándose junto al Centurión Melanus, que estará a mi derecha, y del más venerable de los hombres del pueblo, que sentaremos a mi izquierda; tres legionarios se sentarán al centro de las mesas a mi derecha; otros tres lo harán de igual forma a mi izquierda; y los tres restantes se sentarán en las mesas del fondo, frente a mí. Esa es la forma de distribuir la tropa en este tipo de eventos; moción de orden y prevención de defensa, si fuese necesario. Los soldados legionarios saben que nunca deben estar desarmados; así que tomarán asiento para comer entre la gente, con sus espadas enfundadas. Tal y como lo dije, el comportamiento será de fiesta de gala, no de taberna.
Las viandas son exquisitas en frescura y sabor; el ternero que se asa en las brasas despide un olor espléndido; hay una cantidad incontable de estofados que igualmente regalan un aroma que llama a la delicia. Los hay que contienen pollo, otros cerdo, algunos conejo y hasta de pescado. Los platos con verduras frescas y conservadas en aceite o vinagre, están distribuidas por todas las mesas. Las jarras de vino mosto o bien añejado, se han servido en abundancia para todos los comensales. Igualmente los quesos y los panes son de una variedad inigualable. Hay también dulces de todos tipos: blandos, duros o en tartas deliciosas.
Desde el momento en que nos sentamos a la mesa, seis hombres y seis mujeres han estados tocando sus instrumentos musicales: liras, flautas de varios tamaños, y tamborines; sus ritmos y melodías son realmente agradables. ¡Esta gente es fantástica, realmente saben disfrutar la vida! ¡Esto es lo que se logra con el trabajo organizado, de tierras tan maravillosas como las de Transpadana, Æmilia y Pía Monte! ¡Esto lo ha logrado Roma con su Imperio! ¡Prosperítas, Felicítas!
Estoy absorto meditando sobre todas estas cosas y de repente, me devuelve a la realidad el sonido sordo de una gran campana que está instalada justo al centro interior de las mesas, en donde además hay flores de todos colores, formas y aromas. Se levanta a mi derecha el Centurión Melanus y empieza a hablar con toda la propiedad que envidiaría un tribuno:
– ¡Ave César!, grita con su estruendosa voz.
– ¡Ave César! , respondemos todos.
– ¡Ave Tribunus Legatus Veritelius de Garlla!, grita el Centurión
– ¡Ave Tribunus!, se escucha el coro de la multitud.
– Hoy es un día de gloria para el pueblo de Placentia; nunca en todos los años de historia que tiene nuestra aldea, habíamos sido visitados por ninguna honorable personalidad; y llega usted, Tribunus Veritelius, con su magnífico título de Legatus del Ejército Imperial. ¡Qué gran honor para nosotros!, continúa el orador. ¡Y llega precisamente la noche anterior de la celebración del Doscientos Cincuenta Aniversario de la fundación de Placentia! ¡Marte y los dioses nos han distinguido, sin lugar a dudas! Su visita ha merecido consumir desde hoy las viandas que habíamos preparado para la fiesta del pueblo mañana. ¡Gracias Tribunus Legatus Veritelius de Garlla, gracias por escoger a Placentia como su parada en el camino hacia Roma! Este día siempre será recordado por todos los placentianii.
Todos ovacionan con gritos, aplausos y ademanes al Centurión Melanus, al cual, se aprecia con facilidad, le tienen gran respeto y cariño. Él toma su lugar y yo me levanto del mío.
– ¡Ave César!, impongo mi voz contra la gritería.
– ¡Ave César!, responden todos en coro.
– ¡Pueblo de Placentia!, les digo; ¡la suerte y la fortuna vienen para quienes las buscan y se empeñan en obtenerlas! Ustedes han querido celebrar con esta gran fiesta el Duecenteni Cincuentenario de su Pueblo, lo que les honra a todos como comunidad; y por casualidad, nosotros hemos llegado a él. Eso es buena fortuna para todos, porque todos la hemos querido tener.
En ese momento paso al centro del cuadrángulo donde están la campana y las flores de adorno y llamo conmigo al Centurión, quien me acompaña de inmediato. Toda la gente se ha puesto de pié, atentos a lo que vaya a suceder. El silencio es completo; pongo al Centurión delante de mí y hago una señal de encuadre de mis hombres, quienes me flanquean a derecha e izquierda.
– ¡Ave César!, inicio mi intervención.
– ¡Ave César!, contestan todos.
– ¡Pueblo de Placentia! ¡Roma nunca olvida a sus hijos!, y hoy habrá constancia de ello en este magnífico lugar. Desenfundo mi espada, la tomo firmemente con el brazo derecho extendido hacia abajo y mando:
– Centurio del Ejército Imperial Romano, al servicio y vida de Tiberio Julio César, Melanus Pamos, ¡preséntese!
– ¡Presente!, asienta el hombre, al momento en que hinca su rodilla derecha en la tierra. Pongo mi espada sobre su cabeza y digo:
– En nombre del Emperador Tiberio Julio César, Supremus Dux del Ejército Imperial Romano, con el poder que él mismo me ha conferido y en razón de la loable labor comunitaria que usted ha desarrollado en Placentia, estación de nuestra amada milicia; el día de hoy, XIV del mes de Augus del XX año del Reinado de Tiberio Julio César, yo, Tribunus Legatus Veritelius de Garlla, le otorgo el ascenso al grado de Jefe de Cohorte del Ejército Romano Imperial, en reconocimiento a sus méritos propios como insigne Militar y Ciudadano de Roma. ¡Ave César!, concluyo.
– ¡¡Ave César!!, responden todos con un grito descomunal.
– ¡Óiganme, todos! En agradecimiento a esta inolvidable ocasión, lo digo hoy y en breve lo cumpliré: Placentia albergará una guarnición de seiscientos hombres, para que sea la guardiana de este paso del Padus; aquí se construirán los albergues para una Cohorte de Legión Romana. ¡He dicho; y así se hará! ¡Ave César!, concluyo mi intervención.
– ¡Ave César!, gritan todos; ¡Ave Tribunus Veritelius!, agregan algunos;
– ¡Ave!, ¡Ave!, ¡Ave!, cierran todos en ensordecedor coro.
El Centurión Melanus sigue aún hincado, invadido por la emoción; lo levanto con firmeza y me percato que el hombre ha llegado hasta las lágrimas. Entonces, para cortar el momento, le ordeno:
– Repórtese a mi cabaña de inmediato y que sus hombres hagan formación en la arena de la caballeriza; haga sonar la trompeta de mando.
– ¡Al acto, Tribunus Veritelius!, contesta el fiel soldado.
Esta es la enésima vez que asciendo a un militar romano, pero es la primera ocasión que otorgo tal reconocimiento por labores civiles de la milicia. Yo recuerdo vívidamente todos mis ascensos y condecoraciones; todos ganados en el campo de batalla, en plena campaña del Ejército Imperial. Cuando uno nace para estos menesteres, sabe bien el esfuerzo que los subalternos realizan y por ello, los que podemos, hemos de reconocer el trabajo de nuestros soldados; finalmente ‘Roma son sus hombres, no sus armas’.
Hemos disfrutado tanto con todos, que el tiempo se ha ido sin sentirlo; comimos como reyes y bebimos como príncipes, lo que significa que todos estamos sobrios. La diana del cambio de guardia de la tercera vigilia nos indica que debemos retirarnos a descansar. Nos dirigimos todos juntos hacia nuestras habitaciones, teniendo que pasar por donde la Centuria completa nos espera.
Formamos fila delante de ellos; y mi asistente ordena la presentación de armas, la cual ejecutan a la perfección. Ahora me dirijo a ellos en el saludo militar final:
– ¡Centuria del Ejército Imperial Romano!, sepan todos ustedes que Roma les quiere como a hijos propios; hoy que ha sido ascendido su Centurión a Jefe de Cohorte, saben que mejores tiempos están por venir para todos; manténganse fieles al Emperador y a sus juramentos y velen por la Pax Romana en estas tierras Etrusco-Aemilias que tantas vidas ha costado. Nada sé del pasado de cada uno de ustedes, y en este momento no me importa; hoy solo debe preocuparnos a todos el futuro como tropa del Ejército Imperial Romano. ¡Jefe de Cohorte Melanus, preséntese!
– ¡Presente Melanus, Tribunus Veritelius!
– Entrego a usted en presencia de la tropa a su cargo, y de mis acompañantes, la cantidad de mil aureus en monedas de oro de Tiberio Julio César, Emperador Romano, a fin de que pague cuanto se haya consumido en la celebración del Doscientos Cincuenta Aniversario de la Estación de Placentia; así mismo, adquiera lo necesario para iniciar la construcción de una Guarnición que dé cabida a la Cohorte de Legionarios Romanos que usted comandará; y lleve debida cuenta del registro diario de sus acciones en el fiel cumplimiento de lo que ahora le ordeno. A mi regreso a estas tierras, pasaré por este mismo lugar, si los dioses y el Emperador lo permiten, y sin aviso previo pediré de usted y de todos los hombres a su cargo, el debido rendimiento de cuentas de tal comisión. ¡Ave César!, concluyo sin esperar respuesta.
– ¡Ave César! ¡Ave Tribunus Veritelius!, entonan todos a una voz.
– ¡Cohorte Romano Melanus! ¡Continúe con su celebración! Nosotros partiremos mañana al alba.
– ¡Que Marte le acompañe y bendiga, Tribunus Veritelius!, me responde.
Doscientos cincuenta años tiene esta aldea y está olvidada del progreso de Roma y del Imperio, yo voy a hacer que este caserío crezca y se desarrolle; pediré recursos del Senado (de los que muchos me deben) para construir, con cantera amarilla de Etruria, los edificios públicos de una guarnición Romana digna del Imperio. Estos etrusco aemilianos, realmente desean ser tomados en cuenta y yo, el Tribunus Legatus Veritelius de Garlla, lo hará. ¡He dicho y así será!
El alba nos llega y con ella la partida hacia nuestro próximo destino: Parma, a una jornada ecuestre de camino, cuando mi asistente y yo salimos de la habitación, todo está listo para la partida; en este tiempo del año, los días se empiezan a hacer más largos y las noches más cortas. Montamos los corceles y salimos de la caballeriza en columna de dos en fondo; justamente al salir, me percato que todo el pueblo de Placentia ha formado dos vallas para despedirnos; o bien no han dormido durante toda la noche (algo muy posible), o realmente esta gente es muy agradecida (lo que también es cierto). ¡¡Ave Tribunus Veritelius!!, gritan todos a nuestro paso; les saludo con la mano extendida, sin desmontar, para proseguir nuestro camino.
La valla se alarga casi una milla, lo que quiere decir que estaban todos, hombres, mujeres e infantes a despedirnos, realmente todos los habitantes del pueblo.
El paisaje del camino a Parma es muy parecido al que hemos recorrido en nuestra primera jornada: es una llanura de tierra firme, con lomas levemente onduladas de un sinfín de verdes; condiciones ideales para galopar con corceles frescos, como es nuestro caso. Durante la mañana traeremos el Sol siempre a nuestro costado izquierdo, pero el ambiente es húmedo, por lo que no molestará. Parma es un caserío muy similar a Placentia, pero aquí viven ricos hacendados que al igual que yo (pero sin ser militares), suministran alimentos al Ejército Imperial; algunos de ellos no son gente de fiar, pero si saben de nuestra llegada (como seguramente sucederá), habrá que visitarlos para el saludo, al menos.
Ahora vamos a poder avanzar mucho más que de Mediolanum a Placentia, por esta magnífica Vía Æmilia, que construyó hace doscientos años el insigne Cónsul de la República Marco Aemilio Lépido, desde su natal Ariminum hasta esta estación de Placentia. El empedrado con losas cuadradas y juntado de tierra cementante, hace de esta calzada un espacio para galopar con seguridad.
El sol está en el punto más alto del cielo, justo sobre nuestras cabezas; de vez en cuando lo tapan unas nubes cumulus movidas por el aire que, cuando encuentren temperatura suficiente, caerán sobre nosotros en fuerte lluvia. Previendo que esto suceda, nos detenemos bajo un viejo e inmenso roble que extiende sus ramas cual techo acogedor, para comer las viandas preparadas en Placentia para el camino: pan, queso, fruta y vino; esta será nuestra única comida del día, pues a Parma llegaremos entrada la noche, al final de la segunda vigilia. Será, pues, este momento, un buen descanso para hombres y caballos. Nos sentamos en círculo de campaña alrededor de una ‘mesa’ que los soldados han hecho con sus escudos; a mí me han preparado además una especie de banca para sentarme, lo cual agradezco al verla. Todos están callados, o hablan en susurros, pero se les ve en la actitud y sus miradas, que quieren comentar algo de lo sucedido la noche anterior; así que empiezo preguntando:
– Quisiera oír sus comentarios acerca de los acontecimientos de la noche anterior; ciertamente ha sido una ocasión especial y todos tendrán algo que decir al respecto, les digo. Todos voltean a verse como queriendo iniciar la conversación, pero permitiendo que sea otro el primero.
– Tribunus Veritelius, si me permite, -dice Tremus, el de más edad de todos, sin embargo de apenas cuarenta años- Yo he vivido a su lado los últimos veinte años de mi vida y no recuerdo una ocasión similar. He quedado emocionado hasta el llanto cuando Usted, tan espontánea-mente, ha otorgado el ascenso a Jefe de Cohorte al Centurio Melanus. Siempre creí en su alto grado de justicia, que para mí es su don principal, pero nunca le había visto aplicarla fuera de la milicia; quiero decir, por algo que no fueran méritos en guerra. Ahora me doy cuenta que también entre los ‘civilis’ puede cualquiera como soldado, hacer cosas que merezcan ese reconocimiento. Estoy agradecido a los dioses y a Usted, de haber vivido ese momento.
– ¿De dónde eres, Tremus?, le pregunto.
– Nací en Cartago, Tribunus Veritelius; pero Usted me concedió el favor de ser Ciudadano Romano en las campañas de Germania, hace diez años, cuando Usted era General Legionario; algo que agradezco desde entonces y hasta que muera.
– Bien, Tremus, ayer has tenido un buen día en tu vida; nunca lo olvidarás. En efecto, también entre los ‘civilis’ la milicia es útil; Melanus no hace la guerra en Placentia, hace la Pax Romana, tonto o más difícil de llevar al cabo que una campaña contra germánicos. Un día que nunca olvidarás.
– No Tribunus, nunca; como el día que Usted me hizo Legionario.
– Tribunus Veritelius, si me permite, -habla Marcus, un joven Legionario de Calabria, en la parte Meridional de Italia, hijo de griegos- mis padres decían que los dioses atienden nuestras vidas. Yo creo que la de Usted más. Ha sido una casualidad muy grande, para que sea suerte, que hayamos llegado precisamente ayer a Placentia, cuando tenían todo preparado para la fiesta de aniversario de la fundación del pueblo. Creo que todo esto ha sido preparado por los dioses, Tribunus Veritelius.
– Dices bien Marcus, la suerte no existe; y las casualidades son encuentros momentáneos o permanentes, de voluntades dirigidas hacia un mismo punto por los hombres y los dioses. Ayer de eso hemos sido testigos, de hechos fortuitus, casualis. Recuérdalo siempre.
Y lo que temíamos, ha llegado, solo avisando con un gran trueno, la lluvia empieza a caer a cántaros; el gran roble nos protege a todos, también los doce caballos están a cubierto en las ramas. El momento ha sido único; a estos hombres les fascina hablar con sus superiores, y cuando éste es de mucho más rango que sus jefes inmediatos, les gusta todavía más. Tenemos que continuar nuestro viaje. Apenas una hora hemos empleado en esta parada; yo estoy realmente feliz, y mis hombres también lo están. Cierto, son nuestras invocaciones personales a los dioses. En cuanto el aguacero mengua un poco, montamos nuestros corceles e iniciamos a galope tendido nuestro camino nuevamente; esperemos que la siguiente parada sea Parma, por más noche que sea cuando lleguemos.
Las nubes se juntan mucho más en las laderas que llevamos a la diestra, que sobre la llanura que se extiende a nuestra siniestra; el agua baja en cantidades importantes por donde la dejan pasar tierra, rocas y plantas; todavía no es mucha y podemos galopar, pero si estas lluvias continúan, el camino se puede hacer pesado. La bendita agua caída del cielo ha cesado; ahora es la que corre por el camino la que tenemos que sortear. Es impresionante cómo el humus de la montaña se asienta suavemente en la llanura, solo llevado por el caudal generado por la lluvia.
El último rayo de sol aparece entre las nubes y las montañas del Poniente; la luz es límpida, clara, y brilla como olivo nuevo sobre todo lo verde que toca, esta es nuestra gran oportunidad para adelantar camino antes de que la obscuridad caiga sobre nosotros.
Por fortuna, muy a lo lejos se ve el destello pequeñísimo de algunas luces de antorcha; seguramente son las aldeas cercanas a Parma, sino es que solo ilusiones que me hago, para lograr el arribo. En una hora o dos estaremos allá. La jornada ha sido larga, pero muy productiva, en muchos sentidos: avanzamos hacia Roma, que es nuestro objetivo; convivimos un poco entre todos cuando comimos; nos hemos identificado muy bien como grupo.
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Afectísimo en Cristo de todos ustedes,
Antonio Garelli
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